Un
día escribí unas líneas que a todo quien las leyó le parecieron
sombrías. Más tarde me dejé llevar por el optimismo y salieron
letras divertidas y alegres. La mayoría de las veces dicen que los
escritos que han ido apareciendo por aquí son, cuanto menos,
agridulces.
Busqué
en mi imaginario colectivo. Realmente lo llevo haciendo mucho tiempo.
Cuando tienes cosas muy importantes alrededor que te hacen pensar
mucho, algunos tenemos un mecanismo de defensa instalado de serie que
nos lleva a tener pensamientos que en otros momentos más tranquilos
ni siquiera sabemos que podemos llegar a ellos. A mí agridulce
siempre me lleva a un restaurante chino con el consabido cerdo o a
comentarios sobre las películas de Isabel Coixet.
Otro
día decidí que tenía que ponerle remedio a todo esto. Todo esto
considerando que no encontraba problema y es más difícil poner
remedio a algo que no ves por dónde sangra que a una herida abierta
y a la vista. Ese día pasó y le siguieron otros, incluso semanas. Y
me dejé llevar por el día a día del Albergue sin recordar que
debía buscar una solución a esto de los colores en los escritos.
Hasta
que me encontré con él. Extraño. Contrahecho. Pequeñito.
Salvadoreño. Todo estaba en él, aunque no tenga relación. Algún
adjetivo más podría poner, pero no es necesario. Él impulsó esto,
aunque no sea el protagonista principal, ni sepa nunca que inspiró
estas líneas.
-
Cuando me deportaron de México y volví a El Salvador, perdí los
colores.
-
¿No hay colores en El Salvador?
- Sí
los hay, pero son diferentes.
-
¿Por eso has vuelto?
-
No. He vuelto porque allí no puedo estar. Me quieren matar. Desde
que salí la primera vez.
México
tiene mucho color. No conozco El Salvador, pero en México el color
te abruma. En el Istmo, los colores son de una intensidad y una
variedad que harían palidecer al mismísimo Leonid Afrémov. Mi
psicoanalista aquí en Ciudad Ixtepec también palidecería si viera
que he metido en un texto en Cooperación Scout a Leonid Afrémov y
probablemente ni siquiera sepa quién es. Lleva mucho tiempo
advirtiéndome de lo complicado que es seguir alguna de mis
referencias y de lo pedante que resultan a veces. Yo me defiendo
contándole lo subidito que estoy últimamente desde que salgo en la prensa mexicana como un importante antropólogo y asumiendo que su
preparación como psicoanalista pasa por ser simplemente un amigo
que acompaña tomando cervezas y que tiene buena conversación. Todo
es confuso, peor el Istmo de Tehuantepec tiene color. No como Sevilla
y su color especial. El Istmo está lleno de matices cromáticos. Y
ha tenido que venir un salvadoreño pequeñito, contrahecho y
bastante extraño, a recordármelo.
En
el Istmo no existe la escala de grises. Sólo por las noches cuando
la iluminación de las calles se hace prácticamente nula para un
europeo acostumbrado a farola tras farola en el más pequeño de los
pueblos de su tierra. El Istmo ha sacado el rosa en mi piel y el
amarillo en algún compañero cuando se ha puesto enfermo. Aquí el
cilantro pone verde todos los tacos y el quesillo da el blanco a las
tlayudas. En Ciudad Ixtepec los uniformes del OXXO y del Banco Azteca
son rojos, los del Coppel amarillos y de Telcell y Movistar azules.
Pero los colores de los mandiles de las señoras que sirven tacos,
tlayudas y garnachas no sé cómo son porque son multitud y brillan a
pesar de la grasa que les cae encima. Piñatas y calendas, velas y
celebraciones plenas de bandoleras de papel que dan color a cualquier
excusa para festejar algo.
En
el Albergue el negro siempre va con el blanco, en los frijoles y el
arroz. El agua de Jamaica es roja, pero la horchata o el agua de
limón o de pepino dan más gama cromática para acompañar la
comida. El tamarindo y el mango, el tequila y el mezcal. Los taxis
son verdes o amarillos, pero aparecen muchos rojos o verde y
amarillos que vienen de Juchitán. Las combis son blancas con rayas
verdes, amarillas y naranjas, aunque también hay combis con rebordes
rojos o amarillos. La capilla de la Santa Muerte está llena de
vidrios violetas, pardos, negros, morados y las iglesias evangélicas
son blancas, pero sus rótulos en las paredes tienen multitud de
letras en colores que van del rosa más chicle al peor de los azules.
Las
mujeres se bañan con el traje tradicional de tehuana sin pensar que
bajo el agua también se aprecia la preciosa combinación de colores
de los bordados que caracterizan dicha indumentaria. Los puestos de
raspados llenan los ojos de rojos, amarillos, naranjas, pero no
pueden competir con los de paletas y nieves que hacen que el arcoiris
sea una burda representación incompleta y simplificada el espectro
cromático, a la manera de cualquier parlamento.
Los
garífunas son lo más negro que se puede ver por el albergue, pero
de ellos siempre llama la atención su maravilloso y atlético porte
y la alegría y la jarana que son capaces de montar con un simple
bidón a la manera de un tambor, aunque esto no tenga nada que ver
con el color sino con su sentido del ritmo y la música. Lo más
blanco aquí es la camisa del Padre Solalinde y las sonrisas que mis
compañeros y compañeras regalan por doquier a pesar de estar
rodeados y rodeadas de tanto drama humano un día sí y otro también.
Los
sismos que últimamente son de baja intensidad pero diarios, no
tienen color, pero el sol de justicia, la limpieza del cielo y las
esporádicas (muy, muy esporádicas y muy, muy a nuestro pesar)
tormentas tienen el color del inevitable limón, presente en toda
comida o bebida que se quiera llamar así, y el de la oscuridad que
no sufre de agentes externos que la debiliten.
El
rojo, blanco y azul de la bandera estadounidense es el estímulo
final de muchas y muchas que lo asumen como el sueño al que aspirar
porque no encuentran otra vía a su vida. Y sobre las vías que
conducen al sueño (pesadilla) americano cabalga haciendo un ruido
infernal de miles de colores tenebrosos, una Bestia que está
compuesta por muchos vagones grises, marrones, pardos y blancos que
están llenos de colores de equipos de fútbol y propaganda de
políticos de las raídas playeras que visten muchos migrantes que
van encima.
El
otro día pregunté por aquí si no había helados de sabor tutti
frutti. Me miraron raro. Me puse las gafas de sol para que los
colores no me deslumbraran más de debido, ahora que ya casi los he
interiorizado y estoy a punto de abandonarlos camino de retorno a los
grises de la Vieja Europa...
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