jueves, 21 de agosto de 2014

Moriría por ti, pero no mataría...



Los días están llenos de conversaciones. No las dejamos escapar porque son únicas. E irrepetibles. Probablemente, nuestra labor aquí esté plagada de muchos matices y queremos pensar que sirve para mucho, pero lo que sin duda alguna nos llevaremos, de todas las experiencias que estamos viviendo, serán las conversaciones. Forzadas o casuales. Con confianza o recelo. No hay mayor impacto que el conocer de primera voz la realidad de muchos y muchas con los que convivimos a diario.




Las conversaciones suelen tener tres ejes sobre las que giran y que dependiendo de la importancia y la confianza que transmitimos pesan más o menos. El oculto pasado, el provisional presente y el incierto futuro.

Lo segundo y lo tercero están escribiéndose. Son etéreos y están en el aire. Pero están condicionados por lo primero. El que marca hasta al que lo intenta olvidar y lo oculta. Está presente hasta en la conversación con el más desconfiado y el que menos ganas tiene de contarte nada.


"Moriría por ti, pero no mataría.

Morir, no me duele morir; matar me lastima.

Moriría por ti, pero no mataría el canto del colibrí por mucho que me lo pidas.

Morir, recuerdo morir; matar se me olvida."

 

Muchos lo olvidan y no te lo cuentan. O quieren olvidar y precisamente por ello no lo cuentan. Muchísimos tienen muertes a sus espaldas. De todo tipo. Muertes gratuitas (¿Puede haberlas de otro tipo?) , muertes justificadas, muertes que conllevan más muertes.
Apretar el gatillo es muy rentable según que sitios y según qué edades. Y un gran número de personas que he conocido por aquí lo han apretado sin saber por qué ni cómo lo hacían. Otros tantos lo apretaron en defensa propia. Algunos no tuvieron más remedio.

Muchos de ellos dormitan. A todas horas. Tengan los que tengan en sus pasados. Son los que esperan. La gran mayoría. A la próxima salida del tren o a algo peor. Los que se aburren son los que llevan mucho tiempo aquí. Más que por falta de actividad, por ser conscientes de que llevan mucho tiempo allí, más van a seguir y no tienen nada concreto que hacer, aunque el albergue está lleno de posibles entretenimientos. Por ejemplo, pedirme tabaco. O preguntarme si estoy con la cruda.



Alguno confiesa que empezó a fumar mota (hierba) aquí. Porque no podía dormir por las noches. Por el sonido del tren. Lo tenía tan metido en la cabeza que el mero hecho de esperar que sonara ya le atronaba en los oídos de manera insoportable y no podía conciliar el sueño. La mota le ayudaba. En el albergue no se puede beber ni consumir drogas, pero muchos vuelven a dormir con evidentes signos de haberlo hecho. Si los policías de la puerta lo detectan les impiden la entrada. Pero hay muchos que ya se saben el tema y tienen sus maneras. Quizás no deba hablar de esto, pero es tanto de lo que he hablado ya que tengo miedo a repetirme. Como se repite el sonido del tren de manera que se te mete hasta el tuétano y te pinza dentro. Otro día se me abrazó alguien mientras llegaba el tren al oír y ver cómo reculaba, rechinaban todos sus engranajes y soltaba un latigazo de retroceso que se siente en lo más adentro. Probablemente sea de los abrazos más desvalidos que me han dado nunca y de los que más responsable me he sentido de tener que abrazar bien.



Enfrente mía también vi mucha gente leer los Evangelios. Algunos se pasaban días haciéndolo. Nunca me atreví a hablar con ninguno. Son tantas las conversaciones no buscadas que han empezado por ¿Usted conoce al Señor? Y que derivaron en un bucle difícil de escapar en el que me introducían en una experiencia de catarsis vital y caída a los infiernos que sólo Dios, el Señor y la Luz Divina pudo abortar que tengo miedo a que me conviertan a algo o simplemente me devoren más neuronas con un discurso religioso de redención que harían palidecer a los proselitistas mormones o Testigos de Jehová que encontramos en Europa.



Quizás esté dando vueltas a algo de lo que quiero hablar pero mi cabeza esté saturada de tanto de lo que debería hacerlo.  He hablado mucho de conversaciones y de muertes cuando lo más probable es que desee hablar de la vida. Moriría por vos, pero no mataría. Porque morir por alguien puede ser la forma de dar vida más grande que exista, aunque yo no tenga la menor intención de hacerlo. Vine aquí con gente maravillosa, me rodeé de personas excepcionales y encontré seres humanos que me han dado más vida de la que nunca podré llegar a gastar jamás.






lunes, 18 de agosto de 2014

Colores del Istmo





Un día escribí unas líneas que a todo quien las leyó le parecieron sombrías. Más tarde me dejé llevar por el optimismo y salieron letras divertidas y alegres. La mayoría de las veces dicen que los escritos que han ido apareciendo por aquí son, cuanto menos, agridulces.

Busqué en mi imaginario colectivo. Realmente lo llevo haciendo mucho tiempo. Cuando tienes cosas muy importantes alrededor que te hacen pensar mucho, algunos tenemos un mecanismo de defensa instalado de serie que nos lleva a tener pensamientos que en otros momentos más tranquilos ni siquiera sabemos que podemos llegar a ellos. A mí agridulce siempre me lleva a un restaurante chino con el consabido cerdo o a comentarios sobre las películas de Isabel Coixet.



Otro día decidí que tenía que ponerle remedio a todo esto. Todo esto considerando que no encontraba problema y es más difícil poner remedio a algo que no ves por dónde sangra que a una herida abierta y a la vista. Ese día pasó y le siguieron otros, incluso semanas. Y me dejé llevar por el día a día del Albergue sin recordar que debía buscar una solución a esto de los colores en los escritos.

Hasta que me encontré con él. Extraño. Contrahecho. Pequeñito. Salvadoreño. Todo estaba en él, aunque no tenga relación. Algún adjetivo más podría poner, pero no es necesario. Él impulsó esto, aunque no sea el protagonista principal, ni sepa nunca que inspiró estas líneas.



- Cuando me deportaron de México y volví a El Salvador, perdí los colores.
- ¿No hay colores en El Salvador?
- Sí los hay, pero son diferentes.
- ¿Por eso has vuelto?
- No. He vuelto porque allí no puedo estar. Me quieren matar. Desde que salí la primera vez.


México tiene mucho color. No conozco El Salvador, pero en México el color te abruma. En el Istmo, los colores son de una intensidad y una variedad que harían palidecer al mismísimo Leonid Afrémov. Mi psicoanalista aquí en Ciudad Ixtepec también palidecería si viera que he metido en un texto en Cooperación Scout a Leonid Afrémov y probablemente ni siquiera sepa quién es. Lleva mucho tiempo advirtiéndome de lo complicado que es seguir alguna de mis referencias y de lo pedante que resultan a veces. Yo me defiendo contándole lo subidito que estoy últimamente desde que salgo en la prensa mexicana como un importante antropólogo y asumiendo que su preparación como psicoanalista pasa por ser simplemente un amigo que acompaña tomando cervezas y que tiene buena conversación. Todo es confuso, peor el Istmo de Tehuantepec tiene color. No como Sevilla y su color especial. El Istmo está lleno de matices cromáticos. Y ha tenido que venir un salvadoreño pequeñito, contrahecho y bastante extraño, a recordármelo.



En el Istmo no existe la escala de grises. Sólo por las noches cuando la iluminación de las calles se hace prácticamente nula para un europeo acostumbrado a farola tras farola en el más pequeño de los pueblos de su tierra. El Istmo ha sacado el rosa en mi piel y el amarillo en algún compañero cuando se ha puesto enfermo. Aquí el cilantro pone verde todos los tacos y el quesillo da el blanco a las tlayudas. En Ciudad Ixtepec los uniformes del OXXO y del Banco Azteca son rojos, los del Coppel amarillos y de Telcell y Movistar azules. Pero los colores de los mandiles de las señoras que sirven tacos, tlayudas y garnachas no sé cómo son porque son multitud y brillan a pesar de la grasa que les cae encima. Piñatas y calendas, velas y celebraciones plenas de bandoleras de papel que dan color a cualquier excusa para festejar algo.

En el Albergue el negro siempre va con el blanco, en los frijoles y el arroz. El agua de Jamaica es roja, pero la horchata o el agua de limón o de pepino dan más gama cromática para acompañar la comida. El tamarindo y el mango, el tequila y el mezcal. Los taxis son verdes o amarillos, pero aparecen muchos rojos o verde y amarillos que vienen de Juchitán. Las combis son blancas con rayas verdes, amarillas y naranjas, aunque también hay combis con rebordes rojos o amarillos. La capilla de la Santa Muerte está llena de vidrios violetas, pardos, negros, morados y las iglesias evangélicas son blancas, pero sus rótulos en las paredes tienen multitud de letras en colores que van del rosa más chicle al peor de los azules.



Las mujeres se bañan con el traje tradicional de tehuana sin pensar que bajo el agua también se aprecia la preciosa combinación de colores de los bordados que caracterizan dicha indumentaria. Los puestos de raspados llenan los ojos de rojos, amarillos, naranjas, pero no pueden competir con los de paletas y nieves que hacen que el arcoiris sea una burda representación incompleta y simplificada el espectro cromático, a la manera de cualquier parlamento.

Los garífunas son lo más negro que se puede ver por el albergue, pero de ellos siempre llama la atención su maravilloso y atlético porte y la alegría y la jarana que son capaces de montar con un simple bidón a la manera de un tambor, aunque esto no tenga nada que ver con el color sino con su sentido del ritmo y la música. Lo más blanco aquí es la camisa del Padre Solalinde y las sonrisas que mis compañeros y compañeras regalan por doquier a pesar de estar rodeados y rodeadas de tanto drama humano un día sí y otro también.




Los sismos que últimamente son de baja intensidad pero diarios, no tienen color, pero el sol de justicia, la limpieza del cielo y las esporádicas (muy, muy esporádicas y muy, muy a nuestro pesar) tormentas tienen el color del inevitable limón, presente en toda comida o bebida que se quiera llamar así, y el de la oscuridad que no sufre de agentes externos que la debiliten.

El rojo, blanco y azul de la bandera estadounidense es el estímulo final de muchas y muchas que lo asumen como el sueño al que aspirar porque no encuentran otra vía a su vida. Y sobre las vías que conducen al sueño (pesadilla) americano cabalga haciendo un ruido infernal de miles de colores tenebrosos, una Bestia que está compuesta por muchos vagones grises, marrones, pardos y blancos que están llenos de colores de equipos de fútbol y propaganda de políticos de las raídas playeras que visten muchos migrantes que van encima.




El otro día pregunté por aquí si no había helados de sabor tutti frutti. Me miraron raro. Me puse las gafas de sol para que los colores no me deslumbraran más de debido, ahora que ya casi los he interiorizado y estoy a punto de abandonarlos camino de retorno a los grises de la Vieja Europa...


miércoles, 13 de agosto de 2014

El Gusano Rosa




(Foto y texto: Alejandra Castrejón)


Y vuelve a mi mente aquel poema que lo veo desteñido, ya no me significa nada, ¿cuál es mi nombre? Eso ya no importa. Mi pequeño alumno, de ojos brillantes, sonrisa grande me dice Alejandra, lo grita, lo grita a todo pulmón de lado a lado su voz resuena, corre hacia mí, a mis venas, a mis entrañas, al deseo pleno de la maternidad. 

Me abraza, conozco su ternura y su fiereza. Es un hombre niño. Entiende de duendes. Le he presentado a uno en clase, y ahora son muy buenos amigos, sólo espero que aquel amigo nomo lo cuide de ir montado en el lomo de la bestia. Los adultos que lo rodeamos sentimos temor. Sin embargo todos estamos sentados a la espera, al tic tac pesado. Por fin el viento se detuvo y escucho lo último que ha pasado en el dormitorio de mujeres. Me despido de su madre, ha decidido marcharse del albergue con los dos niños, uno de siete y el otro de cinco. 

Esa mañana llegó gente por la puerta que da a las vías, y entonces él me dijo – Alejandra hoy voy a volar en la bestia con el duende de las vocales. No le creí, o más bien quería creer que era parte de la imaginación con la que solíamos conversar en el día a día junto con los otros niños y niñas del albergue.    

En la tarde les hice palomitas, llegue corriendo al albergue con la encomienda, la película había empezado y me acerqué al mayor de los hermanos, estiré la mano con cariño y en silencio para no interrumpirlo. En lugar de agarrar el plato y comer con premura como solía hacerlo. Sacó de la bolsa del short una rosca blanca de una botella o algo similar. Encajaba en uno de mis dedos. Sonrió y me dijo – para que no me olvides cuando me vaya. Le di un abrazo muy fuerte. Él y su hermanito miramos la película abrazados, pese al calor, al sudor, y de vez en cuando me ponían palomitas en la boca. Yo tenía helada el alma. No quería creerlo. 

La noche empieza a cobijar a nuestra casita comunal. La gente en los baños preparando el precario equipaje, lavándose, poniéndole agua a las botellas.

Conforme se adentra la penumbra se van viendo más sombras de curva prolongada, pues la mochila ya pende de sus espaldas, con impaciencia, porque el transporte a los que ha recluido la xenofobia no tiene horario, ni paradas precisas, ni una sola comodidad en donde puedan descansar los sueños de mi chiquitín sonriente. No he de decir su nombre, y no uso uno ficticio, prefiero guardar silencio cada vez que pienso en su nombre, y que el viento de tarde le lleve mi susurro y mi abrazo a donde se encuentre a día de hoy. 

Una mujer de rizos tupidos abraza a sus amigas. La escena es tan normal o al menos eso aparenta, como si de un viaje cualquiera se tratase. Pero nunca lo es. Eso hay que establecerlo. Es que así vivimos en la premura del camino. Aquí, a un costado de las vías. Por unos días, por unos meses, a veces por unas horas más y no más. Pero las mujeres se abrazan, alrededor sus niños, siempre juntos. A lo mejor han dejado hermanitos con la abuela o una tía, y ellos por alguna razón acompañan a la madre. 

Cada cual se acomoda en su pedacito de suelo, de colchoneta, de cama, de hamaca, de tierra. Algunos debajo del gran árbol; otros, los que se han tomado un par de cervezas en la banqueta, esperando que el guardia los deje pasar o a que la mañana los compadezca, más de uno seguro repite la mala costumbre de salir de fiesta y quedarse del otro lado de la puerta. Todos intentando descansar entre el sonido del tren que va a algún lado, que aún no me aclaro. Porque las vías están dañadas, porque se ha retrasado la carga, porque la bestia es paleozoica. 

En mis sueños, en aquellos cuando dejo de ser adulta y vuelvo a ser una cría, medio recargada en la ventana de un autobús, se me cierran los ojos, queda la carretera curvilínea como todo entramado de experiencias que el sueño mese y es ayudada a reanimarse con la mano de alguien que está por un momento, en un apretón de manos, por un atisbo de afinidad, de camaradería no intencional. 

Aparece entonces una especie de gusano que con su cuerpo cilíndrico, móvil y viscoso sale de un agujero profundo que se crea en el aire, en la nada, en la obscuridad, a la altura de mi garganta. He leído que hay gusanos carnívoros, verdaderas bestias que producen células urticantes similares a arpones encerrados en cápsulas que se disparan cuando se rozan a otro cuerpo. 

Las contracciones que le proporcionan movilidad casi se palpan, como una visera que late. El bicho ha llegado a la altura de mis ojos (y de mi asombro). Quiero decir que no le tengo miedo, tampoco respeto. Estoy a punto de tocarle, mi respiración se agita y doy un resoplido que pega en sus exóticas vellosidades fucsia que le cubren la mayor parte del cuerpo y las desprende. 

De la negación del miedo paso al asombro por lo bello, el gusano fucsia es como un dientes de león. En botánica esta disposición de pétalos y semillas se le dice inflorescencia. Así es la Bestia, revestida de sueños de todos aquellos que lo montan. 

La luz los hace percibir como rosas, pero en realidad es blanco de posibilidades, como un triángulo que descompone en todos aquellos colores. Pero me aferro a la flor de los deseos que queremos cumplir. Que lleguen, que lleguen, que llegue mi niño querido. 

Mi corazón no quiere entender estadísticos, ni notas de prensa, ni de intemperie, secuestros y robo. Solo quiero pensar que el gusano gordo y rosa flota cargando el mayor de los tesoros, quisiera que siga con su gran imaginación aquel niño de sonrisa profunda y que rodeaba a José creyendo que por tener barba, lentes y corbata de scout era el maguito con el que yo le había enseñado y le brincaba alrededor pidiéndole más chocolates que yo había escondido por todos lados. La bestia de mis sueños se desvanece, y queda el chirrido paleozoico de aquella de metal en la que se fue montado el niño al que nunca olvidaré. 


…………………………
Los onicóforos constituyen un filo de animales invertebrados terrestre. Los onicóforos constituyen un filo de animales invertebrados terrestres de aspecto aterciopelado, similares a orugas cuya existencia está registrada desde el Cámbrico. 

El Cámbrico o Cambriano, una división de la escala temporal geológica, es el primero de los seis periodos o series de la Era Paleozoica, llamada también Era Primaria; comenzó hace 541,0 ± 1,0 millones de años, al final del Eón Proterozoico y terminó hace unos 485,4 ± 1,9 millones de años, para dar paso al Ordovícico.