viernes, 20 de febrero de 2015

Historia de una foto (Volumen 6)




“No soy nada. 
Nunca seré nada. 
No puedo querer ser nada. 
Aparte de esto, 
tengo en mí todos los sueños del mundo.” 
(Fernando Pessoa)




Esta foto tiene una historia. Lo pensé la primera vez que la vi. Llegados a este punto no voy a andarme con modestias raras para las tres o cuatro que leéis esto: Le dije a Dani que la hiciera porque algo me decía que en esta foto había una historia. O sea que se podría decir que esta foto tiene una historia desde tiempo antes de existir.

Ha pasado algún tiempo y no recuerdo bien quién era esa mujer que llevaba a su hijo de la mano caminando por las vías. Pero desde entonces he hablado con muchas madres similares. Muchas madres que con coraje agarraron a su hijo que apenas estaba aprendiendo a andar para emprender juntos un camino que no está hecho para que nadie lo camine. Sepa o no.

- ¿Sabes qué pasa en los pies cuando las ampollas se revientan y tienes que seguir caminando? ¿Te imaginas lo que puede llegar a doler eso?

Me dijo una madre mientras descansaba con los pies descalzos y subidos en alto sin que yo pudiera mirar porque sólo verlos me producía a mí dolor. La fe mueve montañas. Pero subir la montaña duele. Por mucha fe que tengas.

- ¿Soy yo la única que tiene la sensación de que el mundo va demasiado lento?

No sabía qué responder. Si ni tan siquiera podía mirarle los pies, evidentemente no encontraba ninguna palabra que pudiera responder a preguntas que, aunque parecía que me las hacía a mí, bien se podría pensar que eran retóricas. En su mente siempre pensaba que le quedaban muchos sitios donde ir. Sobre todo, que todavía existía ESE sitio donde ir. Y así tiraba su vida a la basura pensando que no estaba en el lugar adecuado y que todo, tarde o temprano, llegaría. Más bien, que tarde o temprano llegaría a ESE sitio que su interior le decía que estaba esperándola. Sobre todo porque ya no podía volver nunca a AQUEL sitio que dejó atrás.

- Siempre he deseado tener un pasado pluscuamperfecto, pero ya no tiene remedio, pensé yo para mis adentros mientras ella me hablaba sólo de futuro, sin nombrar nada de lo que dejaba atrás.
Me pareció oír por la megafonía del albergue algo de música en ese instante. Quizás fuera desde la cocina donde los que allí trabajan dulcifican su labor acompañando el rato con estridentes canciones de esas que no puedo reproducir aquí por pudor. Y porque la mitad no las conozco, todo hay que decirlo. Seguramente no oí nada realmente, pero si me llegó a la cabeza un tango. Y tangos no se escuchan en el albergue aunque haya para escribir muchos. Ese sí lo reconocí. Era “La última”: 


“No me importa tu pasado ni soy quién para juzgarte
porque anduve a los sopapos con la vida yo también.
Además hay un motivo para quererte y cuidarte:
se adivina con mirarte que no te han querido bien.”


Su hijo miró un charco que había en frente de donde estábamos. Después de un rato, como todo niño (hay cosas que los niños siempre tienen en común, sean del país que sean, y vivan lo que vivan) se lanzó a juguetear en el charco. Tras una primera reprimenda de la madre, esperó a la segunda para, con una sonrisa pícara de pillo al que han visto hacer una travesura pero no se arrepiente, dejar de saltar y volver con nosotros. Me miró alegre y le dije que tuviera cuidado que se podía caer.

- ¿Dónde?
- En el charco, le dije con seguridad.
- Es muy chiquito, razonó con evidente razón.

La madre se quedó pensativa y me sonrió. Después me miró con cara de querer hacerme una pregunta. Y la hizo. Vaya si la hizo:

- ¿Hay tierra debajo de la tierra? Debajo de la tierra que pisamos, muy abajo, ¿Hay tierra? Todas las islas, países, pedazos de tierra, ¿Están enganchados a algo o flotan sobre el agua unidas unas a otras? ¿Si buceo muchísimo podría encontrar un lugar por donde pasar por debajo de la playa donde me he metido y salir por otro lado que no tenga nada que ver? Hay islas muy chiquitas que quizás se puedan cruzar por debajo, buceando, ¿Se puede? ¿O la Tierra es compacta, pero con grietas que se ha llenado de agua?

Un mosquito me picó en ese momento. Literalmente. Me di un tortazo de manera torpe en la pantorrilla izquierda cuando sentí el picotazo pero, como es lógico, ya no había remedio. Aproveché para cambiar de tema.

- Están otra vez rabiosos los zancudos...
- Sí. Pero a los weritos de fuera. A nosotros no nos molestan mucho.
- Será la sangre.
- Lo peor es por la noche...
- Por la noche son terribles. Ahí es donde reinan. El mosquito lo peor que tiene es que te hace más por su presencia que por sí mismo. No dormir, golpes, taparte hasta las cejas…
- Dibujo tiritas que me curan las heridas, me dijo en otro cambio de tema. Ella también sabía hacerlo.
Recordé que las “curitas” es lo que en España se conoce como “tiritas”. Para el corazón partío también valdrán, supongo. El caso es que no me atreví a preguntar dónde iban o cuánto tiempo estaría por acá. No sabía muy bien cómo seguir la conversación. Todo lo que me contaba indicaba que, lejos de estar resentida con la vida que le había tocado en suerte, se culpabilizaba de todo y sólo tenía una prioridad que era su hijo y lo que le pudiera pasar en un futuro más o menos cercano. 
Le quise decir muchas cosas. Pero no tuve valor. Sobre todo, que no era mala. Sólo pensé que le habían trasplantado el corazón de Bette Davis. Y Bette Davis no se adaptaba bien a nuestros días. Aunque sabía amar. Joder sí sabía amar. Una persona que ama como Bette Davis no puede ser mala nunca.
Dijo alguna palabra que no llegué a descifrar. Yo le contesté con una de mis palabras preferidas aprendidas en México y con la que quería transmitirle algo más que la mera palabra: Apapachar. Viene del náhuatl apapachoa: Acariciar con el alma.

Hoy realmente no tengo una historia que contarles.

Ya me perdonarán...


(Muchos apapachos para todas y todos.)


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